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Iván Duque militariza la política ambiental de Colombia

Mientras el mandatario exhibe la biodiversidad del país ante la ONU, Fuerzas Militares tienen 22.000 hombres dedicados a tareas de conservación

Ivan Duque
El presidente Iván Duque (centro) junto a la cúpula militar, en diciembre pasado. A su lado, el ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo.
Santiago Torrado

El presidente de Colombia, Iván Duque, aprovechó esta semana su discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas para postularse como un líder en asuntos ambientales. En su intervención del martes, reconoció la pérdida acelerada de biodiversidad como una de las grandes problemáticas mundiales para destacar a Colombia como una potencia que cuenta con la mitad de los páramos del planeta y un 30% de su territorio cubierto por selva amazónica. “Hemos dado una lucha contra la deforestación como en ningún otro momento de la historia de nuestro país, por lo que incluimos la defensa del medio ambiente como un propósito de seguridad nacional”, proclamó.

“Es así como hemos reducido la deforestación en un 19% en los últimos dos años y, por medio de la campaña Artemisa, ejecutado nuestra decisión de hacer de la diversidad un activo estratégico”, enfatizó como parte de su llamado a mejorar la cooperación ambiental y construir un mundo más sostenible. En un año marcado a fuego por la pandemia, Colombia ya había sido elegida en junio como “anfitrión” del Día Mundial del Medio Ambiente, promovido también por Naciones Unidas.

En ese horizonte idílico que dibujó el mandatario, sin embargo, se presentan oscuros nubarrones. Abundan los motivos de preocupación. Colombia lidera por mucho la lista negra de asesinatos de líderes ambientales en la región más peligrosa del mundo para los defensores de la tierra, de acuerdo con el más reciente informe de la organización ecologista Global Witness presentado el pasado julio. En 2019 fueron asesinados 64 ecologistas, la mayor cifra reportada para el país y más del doble con respecto a la del 2018. En un rango más amplio, sigue siendo el país de América Latina donde se asesinan a más defensores de derechos humanos, como advertía en marzo la propia ONU.

Los bosques y selvas tropicales que revisten la mitad del territorio colombiano siguen bajo asedio. Aunque en 2018 la deforestación se redujo en un 10% y en 2019 en un 19%, como destaca el mandatario colombiano, con 158.894 hectáreas de bosque destruidas el año pasado las cifras siguen siendo alarmantes. Y a pesar de los casi cinco meses con medidas de confinamiento en vigor por cuenta de la emergencia sanitaria, las mafias y los acaparadores de tierras no se sumaron a la cuarentena. Los ambientalistas han advertido que la deforestación –la principal causa de cambio climático en el país– este año ha estado desbocada, y los incendios forestales se han disparado afectando importantes enclaves de biodiversidad. El Gobierno se ha comprometido a mantenerla en límites de hasta 100.000 hectáreas o menos para el 2025, y 155.000 hectáreas o menos para el 2022.

Colombia atraviesa una transición histórica cuatro años después de sellar un acuerdo de paz con la extinta guerrilla de las FARC. Las expectativas sobre los dividendos ambientales del pacto eran altas. Sin embargo, el desarme de los rebeldes y la implementación no han traído, hasta ahora, buenas noticias para el ambiente, advertía un reciente informe de la Fundación Ideas para la Paz (FIP). “En distintas regiones del país aumentó la deforestación y se intensificaron economías ilegales como los cultivos ilícitos, la minería y el tráfico de madera”, apunta el centro de pensamiento en su informe Fuerzas militares y la protección del ambiente. “Grupos armados ilegales y facciones del crimen organizado han consolidado su influencia sobre las áreas de especial importancia ecológica”, alerta. “Además, los homicidios y las amenazas contra las autoridades ambientales (en especial los funcionarios de Parques Nacionales Naturales) y otros líderes ambientales se han incrementado, lo que genera gran preocupación”.

El peso de la guerra

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La herencia de la guerra todavía pesa. En medio del reacomodo de los grupos armados ilegales en territorios remotos, las disidencias de las FARC que se apartaron del proceso de paz han distribuido panfletos amenazantes en los que rechazan los proyectos de cooperación ambiental y expulsaron a comienzos de este año de al menos cinco áreas protegidas en la región amazónica a los guardaparques.

En ese contexto, las Fuerzas Militares han cobrado protagonismo en la protección del ambiente, con 22.000 de sus integrantes dedicados a esa tarea. El ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo –bajo crecientes críticas por los cotidianos excesos de los uniformados–, incluso anunció la creación de una Fuerza de Tarea Ambiental. Bajo la campaña Artemisa a la que se refirió el presidente Duque ante la ONU se ha visto cómo las tropas incursionan en Parques Nacionales Naturales como Picachos, Chiribiquete, La Macarena y La Paya, señala la FIP, al detenerse en los roles, riesgos y oportunidades que se presentan cuando los militares participan tan activamente en la protección de la biodiversidad.

Colombia, a pesar de sus particularidades, no es una excepción. En distintos países se presenta una tendencia creciente a la “militarización verde”, como se conoce el papel de los uniformados en labores de conservación y preservación. Pero aunque los efectos son prometedores en algunos lugares, señala el análisis de la FIP, en otros han sido contraproducentes.

Puede aumentar el riesgo sobre los guardaparques, quienes en medio de la confrontación y el fuego cruzado “pueden ser vistos como informantes o ‘aliados’ de las Fuerzas Militares”. Por eso, entre sus recomendaciones incluye mejorar el relacionamiento entre las autoridades ambientales y las militares, fortalecer la capacidad de esas autoridades ambientales y avanzar en la implementación de los mecanismos y estrategias incluidas en el acuerdo de paz.

A ese complejo panorama se suma que el Gobierno, a través también del ministerio de Defensa, se propone regresar a las controvertidas fumigaciones aéreas con glifosato para errradicar los cultivos ilícitos, un paso rechazado, entre muchos otros grupos, por los ecologistas. “En términos ambientales, la aspersión aérea puede impulsar la expansión de la deforestación en puntos críticos de biodiversidad”, advertía este mes un comunicado conjunto de WWF y otra decena de organizaciones. “Puede tener efectos en fuentes hídricas y bosques nativos, debido a que este herbicida no es selectivo”.

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Sobre la firma

Santiago Torrado
Corresponsal de EL PAÍS en Colombia, donde cubre temas de política, posconflicto y la migración venezolana en la región. Periodista de la Universidad Javeriana y becario del Programa Balboa, ha trabajado con AP y AFP. Ha cubierto eventos y elecciones sobre el terreno en México, Brasil, Venezuela, Ecuador y Haití, así como el Mundial de Fútbol 2014.

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